jueves, 1 de julio de 2010

25 de mayo


Oxidadas, apiladas, sin fuerza y sin camino, ya no suenan. No hablo de la trocha angosta del ferrocarril, de la sirena con bocanadas de humo en cada estación, de los pañuelos con lágrimas, del adiós envejecido en un “hasta pronto”. No, en ningún momento voy hablar de la rutina del maquinista. Me refiero en cambio a las voces de mil novecientos cuarenta. Algunas están calladas en los libros, otras en algunos recuerdos. Lo que propongo, sin poesía, es que no duerman. Lo manifiesto, es que a las palabras no se las lleva el viento. Hace tiempo que nos quieren hacer creer que los jóvenes estamos sin voz. De la revolución sólo se habla con despojos, con distancia, como tarea cumplida, como algo que no tuvo precio, como un cuento de muchos héroes y un solo bandido.
Doscientas sillas del sillón de Rivadavia, doscientos libros de la historia de Mitre, doscientos bicentenarios en Latinoamérica.
Cuántos años han pasado ya de nuestra libertad y con cuánta capacidad repudiamos el método imperial, sin embargo, ese extorsivo sistema fue funcional para nuestra patria. Religiosamente conquistamos el sur, rigurosamente destruimos Paraguay, impunemente negociamos con otros imperios que colateralmente hicieron arrinconar a otras naciones, caprichosamente endeudamos el apenas recién nacido estado.
Son doscientos años de ignorar nuestros más estratégicos errores, doscientas maneras extrañas de transmitir la historia.
Por alguna razón se decidió hablar del héroe argentino por sobre todas las cosas. Doscientas veces indiferentes a Latinoamérica.
Méjico siempre nos quedó lejos, aunque llegó Salvador Allende, de Haití – Simón Bolívar y San Martin juntos, nunca hicimos un acto en la escuela pública. Doscientas formas de ver Latinoamérica.
No hay revolución sin amor, son términos inseparables, doscientas veces inseparable.

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